MISS MOON
PRÓLOGO
LA INTENCIÓN DE UNA MIRADA
En la trayectoria literaria de Luis Ferrero Litrán, esta nueva novela consolida una temática ambientada en la espiritualidad oriental que ya pudimos leer en Las luces de Oita y, a la vez, investiga y profundiza en esa tradición con el doble propósito de comprender en y por sí mismo ese modo de ser y cuestionar, así como denunciar cómo la mirada occidental se ciega de estereotipos que separan y enfrentan ambas culturas. Miss Moon se sitúa en esa encrucijada donde se relacionan las visiones y se testimonia a través del relato una nueva imagen más ecuánime, menos cortante y más mesurada del ser humano.
Como dice Goethe en Fausto, «al principio está la palabra».
La novela se inicia con las palabras que se transmiten en los cuentos, el latido de unas narraciones que animan el espíritu de los personajes, y durante toda la obra son un eco en la búsqueda de un amor, un deseo, una promesa, un triunfo, un futuro… Emprenden casi todos ellos un viaje, animados por ese impulso vital.
Latido, eco y viaje a diversos espacios donde los protagonistas han recalado, cada uno con sus historias, sus dolorosas vivencias y fracasos, su existencia maltrecha y deshilachada, hasta llegar a un lugar cerrado al tránsito de la libertad, dominado por un tipo de personalidad obsesiva y enfermiza. Es la escritura que lapida, el tipo de lenguaje que ciega el fluir de esa primitiva corriente vital y, contrariamente a la personalidad resignada, que busca consuelo en ciertas promesas del futuro, aquí son las metáforas llenas de espiritualidad, el recurso a la imagen familiar, el cruce de unas miradas compartidas, el grito de dolor lo que se convierte en símbolo y lo hace a través del arte, en concreto del baile. Es el poder de la palabra que alivia y sana, el eco de un latido.
La trama de la novela crece, al modo de los cuentos de Las mil y una noches, cuando nace en su interior otra novela con la que se nos despeja un camino más directo al mundo interior de los protagonistas. Pero para entonces el lector ha sentido en sus carnes el dolor de una ruptura y la caída en el olvido, la dura experiencia de tomar una decisión dramática bajo el impulso del odio que nace de los celos. Y entonces todo hace presagiar, como un misterio que se enreda, que la palabra que se lee, que propone el encuentro con el otro, arroja solo destrucción. Pero no es así.
La narración se adentra con delicadeza, pero con decisión, atenta y a la vez temerosa porque no sabe qué se esconde al fondo del alma en un nuevo viaje donde se van enhebrando los fragmentos de una vida que ha estado desgajada. El sendero de ese itinerario revela una circunstancia ajena al propio lenguaje, algo que, como dice María Zambrano en el epígrafe del inicio de la novela, el autor quiere y necesita contar en secreto, revelar lo que ocurre en el silencio de las vidas, aquello que solo se puede escribir, y descubre la mirada de una intención que supone, en el devenir de la novela, un camino sin retorno. Es en ese territorio íntimo donde el hombre ha de recuperar la dignidad perdida, reencontrarse consigo mismo. El misterio que envuelve a los personajes es la necesidad, el destino que se nutre de nuestras decisiones y que en un momento nos desvela su rostro.
Un nuevo latido lleva al lector a oír el eco de la venganza. Pero no es este sentimiento lo que se muestra. No tiene cabida en la narración la justicia así entendida porque la novela no está hecha para ahondar abismos, sino para acercar puntos de vista, de ahí que la metáfora del puente que une dos orillas sea uno de los hilos conductores frente a la oposición o los extremismos, la lucha o el enfrentamiento. Más bien el autor habla de la justicia al modo griego, tal como la entiende el filósofo presocrático Anaximandro, que cifra en el origen y la necesidad el ajustamiento o equilibrio de las partes, como si en la existencia humana se impusiese por necesidad mostrarse al menos por una vez el deseo sincero de ser uno mismo. Y quizás en ese deseo se oye de nuevo el eco de un latido, pero ahora de todo un mundo, como dice la poesía «Eres un eco» de Kaneko Misuzu.
La novela invita a construir solidariamente la libertad humana como las termitas construyen sus termiteros, dejando fuera todo aquello que dificulta la comunicación, sus pesados fragmentos de prejuicios y tópicos, que forman una dura capa de presiones y sometimiento como lo que ocurre en la doma del elefante. Y por eso el escritor ha tenido que ir diseñando poco a poco un nuevo espacio para esa construcción, agrietando esa dura capa hasta ver dónde se pueden unir esas dos orillas, acercarse a dialogar.
Quizás escribir sea redimirse, como si la palabra que nombra ese primer pensamiento convertido en latido sirviese para trazar la historia de una exculpación. Quizás sea así, pero en Miss Moon, desde el principio, el escritor quiere saber qué se esconde tras la mirada y el corazón de sus personajes, contar esa intención y secreto para que poco a poco salga a la luz, romper esos muros que definen equivocadamente las culturas. Escribir quizás sea encontrar esa palabra que el pensar nota latiendo e ir devanando lentamente el hilo que nos une a través de un viaje o una lectura. Posiblemente Miss Moon desvele la intención de una mirada.
Luis Ferrero Litrán continúa hilvanando las primitivas intuiciones, va dejando que resuenen como un eco, y, si nos preguntamos si es un eco, el propio eco contesta como el milagro de la flor de papel: «No, es todo el mundo».
Simón Rabanal Celada